domingo, junio 26, 2005

a lo bukowski (terminado)

Acerca de cómo mejorar el vuelo

Siempre veía televisión hasta tarde. Sintonizaba canales locales porque donde estaba viviendo no había cable. Ahora ya nadie ve televisión nacional, pero Gabriel veía televisión nacional hasta tarde sin poder conciliar el sueño. Era horrible. La penumbra del lugar y la luz del televisor no hacía de ninguna manera más entretenido el viaje.
Dejó el cigarro de PBC a un lado. Se miró el regazo, puntiagudo (es decir, sintió una punzada en el estómago) mientras el humo de aquella cosa se elevó hasta el techo de su habitación. De pronto sintió la euforia. Pero era de madrugada. Eran cuatro paredes oscuras. Una mesa de noche apolillada. Una alfombra asquerosa. Un ruido de pisadas y murmullo de ratas. Ese era su viaje. El entretenido viaje a la oscuridad de la noche de Gabriel.
Y supuestamente, le gustaba tanto el motel barato donde vivía, le gustaba tanto...
- VOCÉ TIENE LA CULPA, NADIE MAIS QUE VOCÉ... -el fanático evangelista que hablaba en directo por canal cinco tenía apariencia de falso redentor neo-cristiano. Además, era brasilero, y promocionaba botellitas llenas de agua milagrosa que curaba todo tipo de males.
Gabriel siguió mirando la bruma incandescente que emanaba el televisor de su cuarto. La barba crecida y las uñas, el olor a yo no me baño de su ropa y de su piel, y el semen que había regado todos estos meses de exilio, habían endurecido la colcha y las sábanas donde él dormía.
Volvió a fumar aquella cosa.

Gabriel, joven, de pelo largo y lentes de cristal, caminaba dando tumbos mientras se dirigía al callejón de siempre, en la Victoria. Su amigo, Gustavo, también de lentes y pelo largo, lleno de rulos, amarrado en una media cola, caminaba a su derecha, abriéndose paso entre los chicos que, sin polo, jugaban de manera violenta carnavales durante el mes de febrero.
Gabriel y Gustavo fueron sorprendidos por los niños mientras caminaban sin interesarse por nada en el mundo. Pato, el distribuidor oficial, los hizo a un lado.
- ¡¡FUERA MIERDA!!
Gabriel y Gustavo le dicen a Pato que no hay problema. No quieren ver niños muertos hoy. Pato asiente. Gustavo, que se parece a Héctor Lavoe, asiente también y mueve la cabeza de arriba a abajo como uno de aquellos perritos de plástico que hay por lo general en los taxis.
- Dame un chamo, Pato -dice Gabriel.
Siguen a Pato callejón adentro. En la puerta 16 entran. Todo el piso del callejón está lleno de barro, sucio de vómito y caca de perro. Al entrar en a casa de Pato los tres se sientan en amplios sillones viejos. Frente a ellos un televisor prendido alumbra la escena. Un chico llamado Cobra veía por Cinemax una película bélica sobre Vietnam, mientras cogía enormes moños de marihuana de una bolsa negra y los separaba en bolsitas de cinco soles cada una. De inmediato, Gustavo se puso de pié y se dirigió donde él a acompañarlo en su labor.
- ¿Qué tal está, choche? -pregunta.
- Rica, causita, como siempre.
Gustavo olió la marihuana, la miró. Calificó su textura. Gabriel no entendía la pasión de Gustavo por la marihuana. Si hablamos de drogas, hablamos de cocaína.
- Dame un chamo, Pato.
Pato preguntó si tenía dinero. Gabriel sonrió. Su cara, su pelo, su ropa. Todo en él era decadente. Pato le dijo que no. Gustavo cogió un enorme moño de marihuana y lo envolvió en una hoja que arrancó de su cuaderno. Luego lo metió todo en su mochila.
- ¿Vamos?
Gabriel sacó monedas de su bolsillo. Calculando bien los gastos de movilidad y almuerzos de aquí al viernes, tenía un sol cincuenta aproximadamente para drogas. Miró a Gustavo.
Le dijo:
- Préstame unas monedas.
Gustavo negó con la cabeza.
- Tengo ganya, podemos fumar si quieres
Gustavo sonrió.
Gabriel negó con la cabeza.
- No, no, no, no...
Salieron a la calle. Los chicos que arrojaban pintura y orines por carnavales ya no estaban. El terrible sol de febrero los hirió con su calor. Una vez que salieron del callejón, Gustavo se despidió de Pato con un apretón de manos y Gabriel, por el contrario, intercambió un montón de palabras y ademanes extraños que Gustavo no llegó a comprender.
Nada más logró escuchar cuando Pato dijo:
- ¡Cua!, ¡cua!...

Por la noche, vagando entre las callejuelas oscuras de las Torres de Limatambo, Gustavo y Gabriel beben cerveza. Como todas las noches: fuman enormes cigarros de marihuana, se ríen y beben. Como todas las noches, durante el verano (y como todas las tardes también) compran maní salado. Excepto algunas ocasiones, durante las mañanas, por ejemplo, cuando Gustavo y Gabriel consumen marcianos de fruta que venden en diversos y remotos departamentos alrededor de las Torres de Limatambo este verano.
Pero como todas las noches, sin excepción, Gustavo y Gabriel fuman marihuana, beben cerveza, comen maní salado y marcianos de fruta (de varios sabores: lúcuma, fresa, maracuyá, etc.) y luego, pasan a buscar a Paty. Gustavo y Gabriel sonríen. Paty vive en un quinto piso. Su departamento es bonito por dentro. Gustavo y Gabriel no se molestan mucho en ocultar el rojo de sus ojos, pero deberían. Y a Paty y a su hermana Vanesa, al parecer, eso les trae sin cuidado.
Vanesa es quien abre la puerta. Gustavo y Gabriel sonríen. Se quedan mudos, un instante, pero luego sonríen. Adentro, la mamá de las hermanas jugaba naipes con una amiga y ambas reían. Luego miraron las caras de aquellos chicos y se sobresaltaron con la visita.
- Hola, tía -Gustavo saludó. Gabriel también saludó, pero se mantuvo alejado.
Gustavo fue quien tuvo que acercase y saludar con un beso. Finalmente se puso nervioso al notar el olor de su ropa y de su aliento. La segunda señora a la que saludó tenía una especie de moño horrible en el pelo. Era delgada y anacrónica.
- ¿Cómo está tu padre?
- Bien... -Gustavo miró la punta de sus zapatos.
Gabriel miró a Vanesa. Ella se sentó frente a la televisión. Estaba viendo algo en TNT. Gabriel le preguntó por su hermana.
- Se está duchando, creo.
Gabriel asintió.
Gustavo continuaba mirando la punta de sus zapatos. Luego se acomodó sus anteojos de resina photogray. Ni siquiera eso logró ocultar sus ojos inyectados de sangre. Finalmente, la mamá de Paty entró a la cocina a traer bocaditos. La mujer de aspecto anacrónico lo miró a los ojos. Gustavo sonrió. Se quedó parado en medio del comedor y la sala. Vestía un jean azul viejo, desgastado, un polo negro y una casaca que no abrigaba en lo más mínimo. Por lo demás, llevaba unas sandalias, el pelo revuelto encima de la cabeza y anteojos.
Gabriel miró la televisión. Vanesa continuaba viendo TNT y en eso cambió de canal. Gabriel preguntó:
- ¿Cuántos canales tiene?
- ¿Qué cosa?
- La televisión.
- No lo sé.
Paty hizo su aparición. Vestía un polo amarillo, ideal para el verano. Llevaba el cabello mojado, o cubierto con una especie de crema hidratante. Vestía, además, un jean y zapatillas negras. Pasó junto a Gustavo dándole un beso y saludándolo con un:
- ¿Qué tal? -casi imperceptible.
Luego fue donde Gabriel y lo saludó.
- ¿Qué pasó con tus lentes? -Paty se quedó parada junto a Gabriel, inclinó su cabeza a un lado en forma de interrogación. Separó sus piernas.
Finalmente Gabriel dijo, titubeando, que no sabía, que ni siquiera se había percatado de que no los traía puestos.
Gustavo miró la punta de sus zapatos. La mujer anacrónica, que no había pronunciado palabra, revisó cuidadosamente las cartas que estaban boca abajo en el sitio de su amiga. Las paredes del departamento eran color rosa. Después de revisar las cartas, y habiendo advertido la mirada de Gustavo, la mujer anacrónica guiñó un ojo.
Gustavo se dejó caer en el sillón junto a Vanesa. Vanesa, Gabriel y Paty reían porque Gabriel no tenía sus lentes. Y no recordaba en qué circunstancias los había perdido. Un minuto los tenía puestos y al instante siguiente ya no estaban.
Salieron a la calle. Se dirigieron a la bodega más cercana. Era un viaje largo. Y las Torres de Limatambo, por la noche, no perdonan ningún tipo de intimidación. No hay joven a kilómetros de distancia que no aproveche la noche durante el verano.
- Vamos a prenderlo.
Gustavo y Gabriel se esconden en un rincón, junto a una pared en decadencia. Es una pared roja, descascarada. Podrida. Las hermanas se miran las caras mientras ellos fuman y se limitan a intercambiar siempre los mismos diálogos una y otra vez. Se mantienen paradas bajo la luz amarilla de un poste al borde de la vereda. Gustavo y Gabriel, en cambio, tosen escondidos bajo la oscuridad de un edificio. Cuando terminan de fumar, Paty y Vanesa les preguntan:
- ¿Ya?
- Sí.
Y continúan caminando.
- ¿Por qué siempre tienen que fumar hierba?
Gustavo y Gabriel se miran.
- Por que sí -afirma uno de ellos.
- Pero por qué...
Gustavo y Gabriel mueven la cabeza de un lado a otro.
- Porque yo soy escritor -dice Gustavo-, y él es el último de los poetas malditos.
Gabriel abre sus dos brazos como si lo estuvieran presentado.
Luego sonríen.
- ¡Qué huevones!... -dice una de ellas con signos de exclamación, y en seguida continúan caminando.
No dejan de caminar.
Finalmente Gustavo se fija en Paty y observa cuidadosamente su rostro, su pelo ondulado, sus ojos delineados con un fino lápiz color negro, y sus cejas. Pasó entonces por su delgado cuello, por su piel bronceada, por los adornos seudo hipíes en su pecho y en sus muñecas. Finalmente cayó en la cuenta de sus senos.
Gabriel, que separa lo más que puede ambas piernas mientras camina (como si fueran pequeños zancos) explica que es demasiado largo. El camino. Que cuando es así, en realidad, no vale la pena el esfuerzo. Que deberíamos sentarnos un rato y fumar un poco más, o experimentar situaciones y realidades más estimulantes. Es por eso que hay que drogarse. Siempre. Con lo que tengas.
Pero parece que nadie lo escucha y todos se limitan a seguir caminando.

Muy pronto están sentados en un parque, bebiendo latas de cerveza y Red Bull. Gustavo se muere de risa mientras fuma, y mira el cielo repleto de estrellas y nubes negras que van pasando de un lado a otro, en el panorama que se avecina a lo lejos.
En seguida se atora, y tose.
- Ya no puedo fumar más, huevón -dice.
Gabriel sonríe y recibe el troncho. Es un troncho amarillo, inmenso. Paty y Vanesa los contemplan fumar. Ellas beben cerveza y sonríen. Pronto sostienen cigarrillos en sus dedos y en sus labios, y el humo de la nicotina se puede percibir a kilómetros de distancia.
Gabriel está vestido con un pantalón marrón oscuro, un polo verde y una casaca. Sus zapatillas All Star rojas han perdido su color real, y ahora parecen más bien rosadas. También están algo rotas. La oscuridad de la piel de Gabriel se hace notar. En la cara, Gabriel sufre un problema de acné. Algunos granos alrededor de su boca están a punto de reventar. Ya se los hubiera reventado si no resultara tan doloroso.
Continúan bebiendo.
Dan las dos de la mañana.
Gustavo empieza a hablar, entonces, de la supuesta novela que pretende escribir. Es una especie de superproducción yanqui, pero sin millones de dólares de presupuesto. Nada más una máquina de escribir vieja y un adolescente fumón de productor, escritor y director.
Luego de decir eso, Gabriel continúa fumando y Vanesa mira con tristeza la nada. Una chica de pelo rojo pasa a su costado, y Vanesa la mira fijamente. Paty, por el contrario, mira a Gustavo cruzar las piernas y planear otra escena imprescindible, acaso fundamental, de su novela. La novela que todavía no ha escrito.
Paty lo mira.
Están sentados en el pasto, y es por eso que Paty tiene que voltear todo su cuerpo para estar frente a él. Y Gustavo, después de una insignificante confusión mental, la mira. Los ojos de Paty le dicen que está bien, que la escena está bien. Y en seguida todo vuelve a la normalidad.
Pero quizá los ojos de Paty esta vez quieren decir otra cosa, tomando en cuenta de que Gustavo no ha pronunciado palabra de la escena que tiene en mente, escena que a estas alturas ya olvidó, tomando en cuenta la hora, la cerveza, los estimulantes. Y todo eso hace que Gustavo pierda el hilo conductor de las cosas, y se limite a pensar en Paty.
Paty.
Paty.
Tras la angustia de no tener más qué decir, los cuatro jóvenes se levantan y emprenden el camino de regreso a casa. Gabriel y Vanesa apuran el paso. Paty detiene la marcha y se apoya en una de las bancas para amarrarse los zapatos. Gustavo la espera. Mete ambas manos en su casaca azul. Cuando Paty ha terminado de amarrarse los zapatos, se detiene frente a Gustavo y lo mira. Sus enormes ojos marrones delineados con un fino lápiz negro, y su cuerpo, hacen que Gustavo no dude más en las intenciones de Paty.
- ¿Qué pasa, primo?

- Vaya, así que te la agarraste. Pendejo...
Gabriel celebró la hazaña de su amigo una vez que Paty y Vanesa ya no estaban. Le dio de palmadas en la espalda. Lo celebró. Sin embargo, Gustavo había notado a Gabriel incómodo. Distraído. La cara de Gabriel mientras Gustavo y Paty avanzaban tomados de la mano podría calificarse como de sorpresa, estupor, y algo de celos.
Gustavo movió la cabeza de arriba a abajo. Mantuvo ambas manos dentro de su casaca azul y caminó.
- Sí, así parece...
- Vaya, ¿y desde cuándo?
- ¿Desde cuándo qué?
- ¿Desde cuándo pasa algo entre ustedes dos?
Gabriel sacó un cigarrillo.
- No sé -dijo Gustavo- desde siempre, creo
Gabriel se sentó en una esquina de las Torres de Limatambo. Gustavo lo increpó por la hora. Tenían que llegar a casa.
- Un toque.
Gustavo miró a su amigo. Gabriel estaba sentado en el borde de la vereda. Un poste de luz los iluminaba tiñendo el asfalto y los árboles de amarillo. Gustavo mantuvo ambas manos dentro de su casaca azul. Notó que Gabriel vaciaba la nicotina y el tabaco de aquel cigarrillo Montana Light dándole de golpecitos con los dedos.
- Pero ustedes son primos -finalizó.
Encima de la pista se formó una montañita con el relleno del Montana Light.
Gustavo pensó en lo que había dicho Gabriel.
- ¿Y eso qué tiene que ver?
- Ah, yo decía nomás.
Y en seguida:
- ¿Qué estás haciendo?
- No podemos llegar a tu casa en estas condiciones, ¿no dices?
Gabriel abrió un papelito con una especie de polvo parduzco en su interior. Lo vertió con mucho cuidado dentro del cigarrillo vacío. En seguida le sonrió a Gustavo y afirmó:
- Si quieres lo mezclamos con tu hierba.
- No gracias, no quiero fumar.
Gustavo pensó en lo que había dicho Gabriel.
- Pero ustedes son primos.
- Vas a llegar muy loco a mi casa huevón.
Gabriel aspiró un poco más de su pistola de PBC. Dijo que no era mucho, que esto lo repondría un rato nomás. Tampoco quería llegar todo pasado de vueltas en licor, marihuana y Red Bull. El pay contrarrestaba esos efectos.
Finalmente Gustavo fumó.
- ¡¡¡AJ!!!, SABE A MIERDA.
- No digas eso... Tan rico que es el pay.

Gabriel caminó de puntitas por la sala.
En el cuarto de Gustavo siguieron a oscuras. Gabriel se deshizo de su polo y su pantalón. Vivía muy lejos, en Los Olivos, y es por eso cada vez que salía a algún lado tenía que dormir en casa de alguien. Era algo que hacía a menudo, y la mayoría de veces dormía en casa de Gustavo.
- Voy a ver si está durmiendo...
Gustavo desapareció de la escena. Gabriel se metió en la cama a esperar la llegada de Gustavo. Este no demoró. Cuando estuvo de regreso, Gustavo le ofreció a tientas, en la oscuridad, algo de comer. Gabriel no respondió. Entonces Gustavo se dio cuenta de que Gabriel no estaba en el piso, en la bolsa de dormir, sino en la cama. Le pidió, juntando ambas manos, que bajara, que durmiera en el piso.
Pero Gabriel no se inmutó.
Gustavo permaneció inmóvil, en la oscuridad. No podía percibir formas, ni lugares. Simplemente se quitó la ropa. En bóxer, y con las medias todavía puestas, se sentó al borde de la cama y miró la calle. Desde su ventana se podía ver la Iglesia San Francisco de Barranco.
Gabriel se reincorporó. Tomó a Gustavo por la espalda. Gabriel tenía la yema de los dedos calientes. Le preguntó:
- ¿Vas a venir?
Eran cosas que Gabriel sólo decía cuando la luz de su cuarto estaba apagada. Gustavo pensó al respecto. Gabriel lo besó en el cuello. Muy pronto, Gustavo se metió en la cama y Gabriel lo abrazó. Le besó el cuello. Le dijo que lo quería.
Gustavo permaneció con los ojos abiertos toda la noche.

- ¿Qué quieres decir?
- Esto no va a resultar.
Estaban en las Torres de Limatambo. El otoño había oscurecido el cielo y los parques. Y las copas de los árboles ennegrecieron la faz de la tierra. Gustavo tenía el pelo largo y sus lentes estaban sucios de tanto besar y acariciar con los ojos la suave piel de su prima Paty.
- Siempre ha sido difícil, Paty.
Sin importar cuánto Gustavo lo deseara, sin importar si quiera cuanto esfuerzo pusiera de su parte, la realidad siempre es la realidad.
- No, Gustavo, ya olvídalo.
Paty, que vestía una chompa negra y un polo ceñido en los contornos de su cuerpo, se alejó. Gustavo miró por última vez su pelo ondulado y jean, que limpiaba a la altura de la basta el piso por donde iba. Y ya, Gustavo, no es culpa de nadie. Las cosas siempre han sido así.
Paty caminó hasta llegar a su edificio. Allí volteó la mirada en un intento vano por divisar a la persona que había sido su último refugio. Su más pronta salvación. Pero era imposible verlo. Además, él ya se había ido.
Subió las escaleras.
Desde hacía unos meses había sido así. Paty y Gustavo de la mano. Paty y Gustavo besándose. Paty y Gustavo. Los amigos de la infancia ahora eran amantes. Los detractores de ayer ahora eran testigos indirectos de una historia de amor tan antigua como el mismo planeta tierra.
Abrió la puerta, la cerró. En el lapso en que Paty cambia de un ambiente a otro algo sucede, pero es imperceptible. Adentro, por las ventanas de su sala, se puede ver una ciudad cada día más polarizada. Lima y las Torres de Limatambo hacen que los personajes en esta historia pierdan el rumbo fijo de sus intereses.

Gabriel regresa a la Victoria. El otoño ha tratado mal a sus habitantes. El frío de aquella mañana gris hizo tiritar a Gabriel en lo más profundo de su carne. De sus huesos.
Llamó a Pato.
- ¿Cuánto te doy sobrino?
Gabriel extendió un billete y un par de monedas. Las dejó caer sobre su mano. Pato sonrió:
- ¡Cua!, ¡cua!... -dijo.
Pato regresó en seguida. Tenía un falso y un par de paquetitos de PBC en una mano. Le extendió la mercancía con un apretón y en seguida Gabriel se alejó lo más rápido que pudo. Tomó un micro. Bajó a la altura de la Iglesia San Francisco de Barranco. Allí tomó un teléfono público y llamó.
- ¿Gustavo?
- Sí, ¿qué hay?
- ¿Qué pasó, huevón?
- Ya fue. Se terminó.
- ¿En serio? -Gabriel sonríe-, ¿y ahora? ¿qué vas a hacer?
- Nada. Quiero... -Gustavo se detiene. Gabriel logra escuchar una especie de quejido. Entonces se da cuenta de que Gustavo está fumando marihuana.
- Oye, ¿dónde estás?
- Todavía estoy en las Torres...
Gabriel se impacienta. Revisa en uno de sus bolsillos el falso y los quetes de pasta básica. Mira en dirección a la casa de Gustavo. A lo lejos, Gabriel parece una especie de hippie en decadencia.
- Hace frío... -comenta Gustavo.
- Sí, oye... -un pito anuncia que la llamada está por acabar. Gabriel mete un sol más- estoy por sacarle a Pato, ¿entiendes? Estoy en la Victoria, ¿necesitas algo?
- Un falso sería la voz... -dice Gustavo-, pero no tengo mucho dinero.
- No te preocupes, vamos a medias.
Gustavo, sentado en las Torres de Limatambo, sonríe.
- Eres un cabro, ¿sabías?
Gabriel siente que ha ganado. Le ganó a Paty.
- Como siempre -dice, y cuelga.

Gustavo encuentra a Gabriel sentado en la esquina de su casa por la tarde. Ha salido sol, y a pesar de eso, el frío los obliga a caminar abrigados por la vida. Lima se convierte entonces en una ciudad extraña, muy propensa a hacerlos vomitar.
- ¿Qué pasó?
- Llegué rápido.
- ¿Habíamos quedado en encontrarnos aquí?
- Creo que sí.
Se ponen de pié. Una vez en la casa de Gustavo, Gabriel se sienta en la sala y Gustavo entra al comedor. Sentado, en la mesa, está su padre. Almuerza.
- ¿Llegaste tan temprano a almorzar?
En el plato hay puré, huevo frito y arroz.
- Sí...
Gabriel enciende el equipo de música. Pone el volumen alto, encuentra un disco del grupo We all together. Lo coloca dentro del equipo y se dedica a escuchar.
Gustavo entra a la habitación.
- ¿Quieres algo de comer?
- No. Vamos a beber.
- Todavía es muy temprano, huevón.
- Vamos a jalar...
- Shhh... mi viejo está en la cocina.
El papá de Gustavo hace su aparición.
- Ya me voy -dice-, tengo que volver al trabajo.
Saluda y se despide de Gabriel. El padre de Gustavo piensa que es hora de que su hijo deje de parar con gente así. En seguida mira la apariencia de su hijo.
- Es demasiado tarde -dice.
Y se va.

Gustavo sale del baño. Son las seis de la noche. Encima de la mesa del comedor hay una hilera de botellas de cerveza vacías, junto a una mezcla que compraron donde la Tía Veneno. Los vasos están llenos. Gabriel arma un wiro.
- Gustavo -dice mientras enrolla la hierba en el papel de fumar-, nunca te he preguntado esto.
- ¿Qué cosa?
Gustavo se sienta en la mesa. Se limpia la nariz. Su quijada se endurece y sus fosas nasales también.
- ¿De dónde viene tu parentesco con Paty?
Gustavo se recuesta sobre la mesa y bebe un poco más. Gabriel prende el wiro. Toda la habitación se llena de humo. Y en su cabeza, Gustavo está más triste que nunca. Dan las seis y media de la tarde, y anochece.
- Por mi vieja.
- Ah, chucha.
Y en seguida Gustavo asiente. Después de un par de sorbos involuntarios más, continúa:
- Ella murió de cáncer cuando yo tenía ocho años. Creo que nunca me recuperé. Fue un cáncer al colon, y todo pasó tan rápido. La verdad, no recuerdo mucho de ésos días. Pero si lo intento, quizá logre recordar algo. El caso es que no quiero...
Se detuvo.
Fumó más y luego:
- Su hermano es el viejo de Paty...
Gabriel asiente.
- Y el viejo de la Paty -continúa Gustavo, entre muecas- vive desde que tengo uso de razón en Estados Unidos.
Y luego:
- El parentesco, ¿lo entiendes ahora?...
Gabriel asintió.

Sonó el celular de Gustavo. Hizo sonidos chillones y vibró encima de la mesa donde bebían los amigos por la noche. Ahora sonaba un disco de Andrés Calamaro que Gustavo había conseguido y que Gabriel nunca había escuchado en su vida.
Gustavo miró la pantallita azul. Sin decirle una palabra a Gabriel, se levantó de la mesa y caminó hasta su cuarto. Allí, cerró por dentro con llave. Gabriel se puso de pié y fue tras él. Pegó su oreja a la puerta de madera y escuchó.
Luego, Gabriel volvió tras sus pasos y se sentó en su silla, frente a la mesa. Las canciones del disco El salmón eran extrañas. Colindaban entre la melodía pop y la automedicación del propio Calamaro. Gabriel no recordaba alguna canción suya excepto Flaca...
Gustavo salió de la habitación. Por su cara, Gabriel pudo adivinar que Paty no tardaría en llegar. Con ánimos de no hacerlo difícil, se quedo callado, y esperó a que Gustavo hablara por sí solo.
- Pásame el falso -dijo Gustavo.
- ¿A qué hora va a venir?
- ¿Quién? ¿Paty?
- Sí...
- No debe tardar en llegar.
Gabriel le pasó el falso. Gustavo no se molestó en dirigirse al baño y jalar. Lo hizo en la misma mesa.
- Le he dicho que traiga también a Vanesa.
La mirada de su amigo fue de odio. Gustavo miró a Gabriel servirse más de esa cosa en el vaso y beber. Inhaló una línea más. Gabriel hizo lo mismo. En seguida, Gustavo dijo que su viejo no tardaría en llegar, y bajaron las botellas de cerveza vacía. Limpiaron con su lengua los restos de polvo blanco en la mesa.
- ¿Sabes lo que sería bueno? -preguntó Gustavo, unos minutos más tarde.
- ¿Qué?
- Que te cases con Vanesa, yo me casaría con Paty y viviríamos juntos. ¿Qué te parece?
Gustavo sonrió. Lavaba los vasos en la cocina. Estaba muy diferente a la tarde, se le veía radiante. Gabriel, que estaba sentado en el comedor, le increpó.
- Estás loco, no hables pasteleadas huevón...

Gabriel sintió nuevamente la euforia. Se levantó de la cama sosteniendo con una mano el control remoto y con la otra su cigarro de PBC. Movió un pié. Luego otro. Luego los separó. Y volvió a fumar. Por el televisor pasaban imágenes de fanáticos evangelistas que, sujetando su cabeza en dirección al suelo, se amontonaban frente a una enorme cruz de madera. Uno por uno, pasaban por debajo de la cruz...
Gabriel sintió la euforia. El cigarro de PBC se deshizo entre sus dedos. Sin interesarse por nada más en el mundo, cogió la botella de ron, la pegó a sus labios a la altura del pico y sorbió. En seguida se estabilizó. Alrededor suyo, las paredes de su habitación empezaron a dar vueltas y vueltas.
Cuando cayó al piso, Gabriel tuvo un flashback escalofriante. El duro golpe contra el suelo (aquel sonido, aquella bulla) lo hizo recordar determinada noche. Entonces Gabriel quiso estar más. Prosiguió a intentar levantarse y buscar en su mesa de noche el falso del día anterior. Mientras lo hacía, recordó lo sucedido:
Paty, vestida con una chompa negra y una bufanda marrón, toca el timbre de la casa de Gustavo, a unas cuantas cuadras de la Iglesia San Francisco de Barranco. Gustavo le abre. Adentro, se besan, se abrazan. Luego de permanecer así, ambos se percatan de la presencia de Gabriel en la sala.
- ¿Y tu hermana? -le pregunta Gustavo a su prima.
- Está con su novio.
- ¿Desde cuándo tiene novio?
- Desde hoy.
Ambos se ríen.
Entonces Gabriel, sentado y bebiendo la mezcla que compraron, sentencia en voz baja el paradigma de su desgracia.
- Oye.
Gustavo lo tomó del brazo y lo detuvo. Gabriel caminaba en dirección a la puerta. Ambos se miraron las caras. Gabriel respondió moviendo la cabeza de arriba a abajo, como una pelota de básquet.
- Sí, sí, sí. Como sea.
Inhaló todo lo que pudo, bebió todo lo que pudo. Al final, cuando el papá de Gustavo llegó, Gabriel lloraba a mares. Y quizás, lo único que pasaba en realidad era que no consentía una humillación tal. Un rechazo a esa escala. Quería a Paty y a Gustavo por igual. Y no sabía ni si quiera a ciencia cierta de quién estaba celoso. Nada más sentía una infinita tristeza, y una desolación sin límites.

Es invierno. Gustavo se da cuenta de ello porque en su techo las nubes alcanzan sus pies, y en Barranco hay una neblina parecida a la de Londres. Las palmeras y los árboles de Pedro de Osma hacen de éste un invierno frío, calculador. Pronto, la marihuana que sorbe Gustavo se proyecta en el ambiente como una medicina capaz de curar la soledad o el aburrimiento de un miércoles, un jueves o un viernes cualquiera.
- ¿Qué estabas haciendo? -pregunta Paty cuando se lo encuentra en la cocina. La única manera de ir al techo es por la cocina, así que la respuesta se hace un poco obvia, y Gustavo se limita a quedarse callado y propiciar una risa tácita.
- Ahí, pues... -dice, sonriendo.
Paty prepara un pan con jamón, queso y mayonesa. Luego sirve un vaso de Inca Cola y se sienta a comer. Casi es mediodía y ambos siguen en pijama. Gustavo se sienta en la mesa y la mira. Luego prueba un poco de mayonesa con un dedo y dice:
- Esta es la nueva mayonesa, ¿no?
Paty asiente. Dice que es muy buena.
La pijama de Paty era como un sueño para Gustavo. Con el tiempo, la relación entre Paty y él se fue volviendo común y silvestre. La tentación al fracaso de los primeros días, es decir: lo peligroso, lo desalentador, fue sometido al profundo sentimiento de pertenencia entre ambos. Entonces la relación entre Paty y Gustavo se convierte en una relación cualquiera, sin momentos llenos de dramatismo, sin el encanto de los primeros besos prohibidos.
Gustavo se levanta de la mesa y dispone su tetera en la cocina para hervir agua. En la máquina de escribir, en su cuarto, está a la mitad el primer capítulo de su novela. Aún en pijama y sin la bata puesta, Gustavo palpa el pedazo de wiro que aún le queda por fumar. Sonríe.
En seguida suena el teléfono. En una milésima de segundo, Gustavo mira a Paty y se da cuenta de su hambre, de sus ganas de almorzar. Paty es hermosa esta mañana de invierno que pasaron abrigados, mirando por la ventana llover. Las calles de barranco mojadas, en absoluta neblina.
- ¿Aló?
Era la voz de Gabriel.
- Hola, hermano, a los años...
No habían vuelto a ver a Gabriel desde aquella vez. Gustavo no había querido enfrentarlo. Estaba bien con Paty. Su vida ahora era lo que siempre había querido ser (o eso creía Gustavo) de todos modos, la realidad junto a Gabriel era mil veces peor.
Paty se acercó donde Gustavo. Juntando sus pies con los de él, frunció el ceño, preguntó quién era. Gustavo abrió la boca y dijo: GABRIEL. Paty se quedó inmóvil, sujetando su pan a medio comer.
En seguida, suspirando, lo abrazó.
La voz de Gabriel empezó a sonar entrecortada.
Paty besó a Gustavo. Hacía tiempo no se besaban así. Los labios y las lenguas se entremezclaron. Se acariciaron.
Como decía, la pijama de Paty para Gustavo era como un sueño.
- No tienes por qué ponerte así, huevón. Todo está bien.
Gabriel enmudeció. Había estado sufriendo todo este tiempo la ausencia de Gustavo. Gustavo no pensó en eso. Paty lo besó aún más. Sin quererlo, la pasión de la soledad de una mañana fría de invierno hizo que Gustavo abandonase la posición inicial y se concentrara en el cuerpo de su prima. En seguida, ambos empezaron a quitarse la ropa y se perdieron pasillo abajo, en dirección a su cuarto.

Llamadas telefónicas.
¡Ring! ¡Ring!
- ¿Aló?
- Adivina quién es.
- Gustavo...
Era temprano, por la mañana, eran casi las diez. La neblina seguía asentada en las calles, junto a la humedad y su lluvia.
- No estamos para bromas.
- ¿Por qué?
- Ya fue. Todo se va a saber.
- No entiendo. Explícate.
Paty no encuentra las palabras. Decide mirar a su alrededor. A esa hora nunca hay nadie. Gustavo lo sabía. Por eso llamó.
- La amiga de mi mamá, recuerdas.
- Ya.
- Bueno, ella anoche me dijo: “Paty, Paty, Paty”. Y yo le dije: “Hola”. Y ella me dijo... ¿sabes lo que me dijo?
- QUÉ.
- “Yo lo sé todo. Yo los he visto.”
- Eso no tiene sentido. ¿Te explicó exactamente lo que sabía?
- Sí... -en eso Paty calló- ¿hay alguien en tu casa?
- No.
- Necesito verte... -la voz de Paty sonó como un susurro por la línea telefónica.
- Lo siento, pero mi viejo no debe tardar en llegar. Salió temprano a buscar trabajo y en seguida volvía.
- ¿Todavía no encuentra trabajo?
- No.
Pausa. Ambos se quedan callados. La quietud del invierno le da cierto misticismo a todo. Pero claro, eso no da resultado. Gustavo había intentado dejar de fumar y llevar una vida sana. Había escrito todo lo que se puede escribir. Tenía hojas y hojas de su novela. Se le amontonaban en la mesa de noche de su cuarto.
- No sé si esto dure -pensó para sí Gustavo. Su padre le había exigido trabajar. Gustavo dijo que ése era su trabajo.
Su padre se había puesto a llorar. Fue cuando Gustavo decidió dejar de fumar y todo eso.
- ¿Qué es lo que sabía?
A Paty no le quedó otra más que buscar las palabras en el viento:
- ¿Te acuerdas esa vez que fuimos al telo...?
Gustavo bajó la mirada, avergonzado.
- ¿Y ahora? ¿Le va a decir a tu vieja?...
- No sé. Eso es lo más raro. Nada más me guiñó un ojo.
- ¡Ah! ¿Es esa mujer anacrónica?
- ¿Anacrónica?
- Bueno. ¿No le preguntaste qué quería?
- No.
Un pito anunció que la llamada estaba por acabar.
- Oye, se va a cortar.
- Puta madre. Necesito verte.
- Yo también, pero hoy lo veo difícil. Averigua qué quiere.
- Okay.
Cuelgan.
Llamada dos.
- ¿Te dijo qué quería?
- Aj. Me pidió plata.
- No puede ser. ¿Cuánto quiere?
- No me dijo. Pero me pidió plata. Y me pidió que tú se la llevaras a su casa. Está loca, creo que quiere contigo.
- Eso no tiene sentido.
- En fin. Vanesa me aconsejó decirle yo misma a mi vieja todo. Además se lo quiero contar desde hace tiempo. No sé qué hacer.
- ¡No! Paty, no lo hagas, nos van a separar.
- No sé. Gustavo, quizá sea lo mejor -en esta última frase la voz de Paty se va desvaneciendo poco a poco.
- ¿Qué?
- No sé. Dios. No lo sé.
Gustavo caminó hasta su cuarto y miró de reojo uno de los montones de papeles que tenía regados por la cama y el piso. La bombilla de su cuarto estaba a punto de quemarse y parpadeaba con sonidos eléctricos. Leyendo por encima una de las líneas de su novela sintió escalofríos al sentirse retratado junto a su prima como en una especie de telenovela adolescente.
- Mira, Paty. Existe determinado momento en el que uno tiene que enfrentarse a todos en nombre de una noble causa. Algunos se vuelven homosexuales, algunos se vuelven artistas, otros deciden fumar marihuana o morir bebiendo litros y litros de alcohol. El caso es que si nosotros decidimos estar el uno junto al otro siendo primos hermanos, y somos felices, nadie nos puede negar ese derecho...
Llamada tres:
- Gabriel.
- ¿Gustavo?
- Gabriel.
- ¡Qué milagro, hombre! A los años...
- No ha pasado tanto tiempo.
- En fin. A qué se debe tu llamada.
- Nada, quería saber si le quedaba algo de saldo a esta tarjeta...
Gabriel enmudeció.
- Mentira, hombre, te estoy jodiendo. Nada más quería saber cómo estabas.
- Ah pues estoy bien, acá... Me voy a mudar, ¿sabes?
- ¿En serio? A dónde...
- Pues, no es nada seguro todavía. Mis viejos ya no pueden seguir pagando este cuartucho. Quizá tenga que vivir algún tiempo de telo en telo...
Un pito anuncia que la llamada está por acabar.
- Muy bien, ¿cuándo nos vemos entonces?
- Tiene que ser antes de que me mude.
- ¿Te parece el lunes?
- El lunes será, entonces.
- ¿Dónde?
- En Miraflores pues, en la avenida Benavides, por el cole...
- Okay, a la altura del colegio, en la avenida Benavides, a las...
- Cuatro.
- Cuatro de la tarde.
- Hablamos.
- Okay.
- Chau.
- Chau.
Llamada cuatro:
- ¿Aló?
- Paty.
- Se acabó. Lo saben todo.
- ¿Qué?
- Ya lo saben. Todos lo saben.
- A ver, a ver... Explícate.
- Se lo tuve que decir, Gustavo.
- ¡Dios!
- En serio. Si no lo hacía yo lo iba a hacer esa...
- ¿Y cómo lo sabes? Tal vez no decía nada.
- En fin, no es momento... tenemos que acabar con esto, Gustavo.
Permaneció callado. Miró la neblina de un nuevo día en su calle, por la ventana.

Gabriel estaba parado en la esquina de su antiguo colegio. Tenía las manos metidas en los bolsillos. Caminaba por la calle como un condenado y en seguida subía a un micro y se iba. Siempre era así. Miró a Gustavo cruzar la calle con una sudadera. Tenía la capucha puesta y las manos escondidas en los bolsillos de su pantalón jean descolorido, casi verde, sin forma. Luego miró a Gabriel tras sus anteojos de resina photogray y le dijo:
- ¿Qué tal?
Gabriel lo abrazó.
- Bien, huevón. Cómo estás tú, a los años...
Gustavo:
- No ha pasado tanto tiempo.
Prendieron un wiro. Caminaron por los parques y algunos recuerdos de épocas lejanas. Los sitios donde se habían reunido a fumar juntos por primera vez y todo eso.
- ¿Cómo está Paty?
- Está en bola.
Gabriel se asustó.
- ¿Cómo es eso?
Gustavo hizo un gesto con ambas manos a la altura del bajo vientre.
- Está en bola, pues.
Gabriel enmudeció.
- ¿Y es tuyo?
- Sí de hecho es mío.
- ¿Y cómo está?
- Supongo que bien.
- ¿Cuando te enteraste?
- Hace unos días.
- ¿Y qué va a pasar?
- Dice que se la van a llevar a Estados Unidos, pero no creo.
- ¿Por qué no?
- Su viejo está de ilegal.
- Ah.
Ambos miran con tristeza el pasto verde que crece debajo de los árboles. Gabriel no sabe qué decir. Habla del invierno.
- Se viene la primavera -dice, augurando mejores tiempos por venir.
- No, mentira -dice Gustavo-. En Lima sólo hay invierno y verano. Y el invierno a veces se prolonga hasta diciembre. Lo mismo pasa con el verano, prolonga sus tentáculos. En Lima las estaciones no valen. En otoño no esperes ver hojas secas cayendo, hojas secas esparcidas por el pasto...
Gabriel, otra vez, se asustó:
- No hables pasteleadas, huevón.
- No sé qué hacer -dijo finalmente Gustavo, encogiendo su cabeza entre sus piernas.

El centro de Lima, en un bar repleto de gente, con espejos y paredes pintadas de celeste, con una rockola que suena toda la noche sin parar, Gabriel se pone melancólico.
- Te he echado de menos, huevón.
Gustavo mira un lugar fijo en ninguna parte. Se ha quitado la sudadera y ahora su pelo parece pegado en su sien.
- ¿En serio? -pregunta.
- Sí. -Gabriel se queda callado, medita un poco acerca de nada y en seguida dice:
- Si hubiera sabido que Paty nos iba a separar...
- ¿Qué?
Gabriel se ruboriza.
- Nada -dice.
Luego piensa en Paty. Embarazada. Paty con la panza hinchada, como una especie de bulto que alberga una especie de criatura fuera de este mundo.
- ¿Te han pedido que lo firmes?
- No.
Gabriel lo lamenta. Ve que Gustavo pide una botella más y él, como forma de pago, le pasa un papelito con cautela. Gustavo lo mira y sus ojos se iluminan un solo instante. Como están en un segundo piso (las paredes son, por igual, celestes) Gustavo abre esa cosa y se pone a jalar.
Cuando levanta la mirada, dice:
- Pon música.
Gustavo le da un sol. Gabriel escoge una canción malísima sobre un tipo que llama por teléfono y le contesta un niño, al final resulta que este tipo no es nada menos que el padre del niño y todo es una tragedia.
Gabriel se sienta. Ve cómo Gustavo inhala más cocaína. Luego bebe cerveza.
- Lo siento por la canción. No sabía cuál era, huevón. Lo siento. ¡Qué bajón!

Caminan por Quilca. Un montón de chicos vestidos de negro los miran con simpatía. Los decadentes son bienvenidos. Contemplan el Queirolo, repleto de gente. El Averno. El cabaret “La gruta azul”. Todo. Sin embargo, ambos deciden seguir caminando y fumar. Se sientan al borde de la pista. Calle arriba está la plaza, y el jirón de la Unión.
Los postes de luz no alumbran del todo la escena. Camionetas serenazgo pasan todo el tiempo. A la vuelta de la esquina hay putas, y alguna que otra tocada anarcopunk.
- He tenido una idea.
- ¿Con respecto a qué?
- Con respecto a conseguir dinero -dice Gustavo, mientras fuma.
Gabriel se ríe.
- Estás locazo huevón.
- No, es en serio.
Gustavo se pone de pié. Una camioneta serenazgo pasa lento en frente suyo. Ambos tienen que disimular y Gustavo tiene que esconder como puede el wiro.
- Es en serio. Tengo un amigo. Porongo. Me dijo que necesitaba deshacerse de algo de cha... ¿me entiendes? Tiene bastante cha cha chá... Imagínate esto: hacemos hartos falsos y los vendemos aquí a gringos o a quien sea. En Barranco, por ejemplo.
Gabriel volvió a reír. La fumada le había hecho efecto.
- ¿Entiendes? -Gustavo tenía la cara pálida y usaba mitones grises que olían muy mal debido a la humedad. Entre su pulgar y su dedo índice sostenía aquel pedazo de wiro.
- Sí. Entiendo.
- Entonces, ¿te apuntas?
Gabriel lo pensó. Gustavo le proponía algo.
- No sé...
Gustavo lo miró a los ojos. Preguntó:
- Somos amigos, ¿no?
Gabriel asintió.
- Entonces, vamos a hacerlo.

Ni Paty ni Gustavo ni Gabriel supieron aprovechar con certeza los primeros años de adolescencia. Cuando eran niños. Cuando el mundo de los adultos no los habían corrompido aún. Paty se despertaba por la mañana y el sol de verano le caía en la cara, justo en medio de la cara. Dormía junto a Vanesa, y cuando estaba lista bajaba las escaleras con su bicicleta que rebotaba dando tumbos en varias direcciones. Una vez afuera, conversaba con chicos de los alrededores. A principios de los noventa había terrorismo e inflación, pero Paty y Vanesa sabían disfrutar las pequeñas alegrías sin desilusión que solo pueden experimentar los niños. Por las mañanas, Gustavo se despertaba y lo primero que hacía era salir y jugar. No montaba bicicleta pero la pasaba bien. Se bañaba en la piscina pública de Barranco y con eso consideraba que ya no había porqué ducharse. Luego se encontraba con Gabriel y jugaban pelota. Por la tarde, cuando el sol de febrero teñía de rojo y encerraba a las Torres de Limatambo en una misma realidad apática, Gustavo y Gabriel y Paty conversaban de amigos en común, escupían del techo a transeúntes impávidos y fumaban los primeros cigarrillos sin el temor de próximas aproximaciones adúlteras, sin el miedo al terrible cáncer de pulmón, sin saber exactamente lo que estaban haciendo, o lo que estaba a punto de suceder, años más tarde.
El caso es que mientras ellos eran niños y se divertían, en Miraflores un edificio volaba en pedazos, una avioneta era allanada con kilos y kilos de cocaína pura, un cabecilla del MRTA se escapaba del penal de máxima seguridad por un túnel de casi cuatrocientos metros. Un presidente constitucional disolvía el congreso y elaboraba una constitución propia, Sendero Luminoso rodeaba Lima. Todo eso ellos lo veían por televisión, por las noticias, mientras comían lentejas con arroz en la mesa de la cocina, durante la noche, o escuchaban por radio la canción de moda. Gustavo y Gabriel y Paty seguían conversando de amigos en común, y seguían escupiendo desde el techo a transeúntes impávidos y fumaban cigarrillos, todo con una tranquilidad fuera de éste mundo. A pesar de estar sucios y pegajosos debido al sudor y a las horas de interminable juego, e incluso mantenían romances platónicos entre sí, cuando podían, y soñaban constantemente con eso. Paty y Vanesa solían conversar a menudo de ello.
Una mañana de febrero, la madre de Gustavo murió. Se pegó un tiro en la cabeza. Fue en el baño, frente al espejo. Nadie imagina qué pasó exactamente, en realidad, pero lo que se sabe es que sufría de insomnio y algunos confesaron conocer a ciencia cierta el romance que mantenía. La pistola era del padre de Gustavo, la guardaba en uno de los cajones de su mesa de noche en caso de emergencias. Incluso tenía licencia para usarla, y todo estaba en regla.
Se encontraba en el techo aquella tarde. Gustavo fumaba cigarrillos y miraba con desdén la ciudad rojiza, mientras atardecía, y un sol despiadado derretía sus pupilas y le hacían tragar pequeños pedacitos de lágrimas, mientras se mantenía erguido, y miraba con desdén la ciudad rojiza, y etc...
- Te atrapé -escuchó la voz de su prima Paty.
Pero no era a él a quien atrapaba. Era a otro.
Paty había salido por la mañana, había mirado a Gustavo con miedo. Gustavo, que estaba parado junto a Gabriel, la había saludado moviendo de manera casi imperceptible la cabeza.
Gabriel se rió. Dijo que no era justo y en seguida se puso de pié. Los tres estaban en el techo de aquel edificio, mientras atardecía (y un sol despiadado derretía sus pupilas y le hacían tragar pequeños pedacitos de lágrimas) y Paty no llevaba sostén, y Gabriel no tenía granos, y ambos se tomaron de las manos y se fundieron en un único beso que les tomó horas y horas hasta que se hizo de noche.
Y a Gustavo no le quedó otra más que tumbarse en el piso lleno de polvo, y llorar.

Era diciembre. Los postes de luz se vistieron con lucecitas amarillas, verdes y rojas, y los árboles también.
Y como era diciembre, los Centros Comerciales se llenaron de gente yendo y viniendo de un lugar a otro, sin un rumbo fijo qué seguir.
Gustavo sintió la cocaína en sus fosas nasales. Gabriel lo acompañó en el trayecto y ambos no dejaron de fumar cigarrillos. Una vez en el Centro Comercial, se dividieron. Primero conversaron frente al McDonals y en seguida se dividieron.
Gustavo inhaló más cocaína en el baño. Se miró en el espejo y enjuagó las manos en el lavatorio. Mojó su cara. Luego se la secó con un montón de papel higiénico y volvió al cubículo, inhaló más. En seguida se preguntó por qué había hecho eso.
- ¿Tú eres Gustavo?
Un tipo de unos veintitrés años se acercó donde él, lo abordó mientras alrededor suyo un montón de papás e hijos, y jóvenes promesas (como aquel tipo de unos veintitrés años) se codeaban unos a otros entre adornitos navideños, renos, nieve artificial y cajas envueltas en papel de regalo. Todo alrededor de un enorme árbol de navidad verde vestido con bolitas rojas, y más renos.
- Sí.
El tipo le extendió la mano. Gustavo palpó un billete de diez soles. En el centro comercial se respiraba aire acondicionado y música ambiental.
Ambos entraron al baño.
- ¿Está buena?
- Es la mejor que he movido últimamente.
El tipo rió. Se encerró en uno de los cubículos. Gustavo se reincorporó y decidió orinar sin ganas, para pasar el rato. En el espejo del baño Gustavo se vio a sí mismo más delgado, con la cara resinosa y el pelo demasiado pajoso por la falta de agua.
Escuchó que el tipo inhalaba.
De pronto, Gustavo sintió curiosidad y le preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
El tipo dijo que estaba buena. Luego salió del cubículo, le sonrió a Gustavo con una especie de sonrisa burlona, y le dijo:
- ¿Qué? ¿Por qué?
- Simple curiosidad.
El tipo rió:
- Me llamo Gustavo.
Gustavo sonrió.
- Qué, o sea... que somos tocayos.
El tipo, Gustavo, asintió.
- Así parece.
Ambos permanecieron callados. La luminosidad blanca del baño le dio a todo un aspecto distinto, como si se tratara de un sueño.
- Pero te debes apellidar distinto ¿no?
- Espero que sí.
Salieron. En los pasadizos del Centro Comercial las mujeres tal vez correctas y los niños a flor de piel correteaban y se probaban ropa, ingerían comida chatarra y luego bebían helados con enormes sonrisas en el rostro. Todos eran felices y muy desgraciados a la vez.
Gustavo esperó a que el otro Gustavo le diera su apellido pero esto no sucedió, nada más se limitó a caminar duro como un zombi entre la gente.
- ¿Cómo te apellidas?
- ¿Qué?
- Que cómo te apellidas.
- Petrovich.
Gustavo asintió.
- Ya.
Y en seguida:
- ¿Pero cómo se escribe eso?
- Pe, e, te, ere, o, uve, i latina, ce, h.
Pausa.
Gustavo Petrovich no pareció incómodo ante tal pregunta. En seguida se fue.
Se despidió con un:
- Okay -casi imperceptible.

Gabriel cruzó la acera con ambas manos ocultas en su casaca marrón. Gustavo lo esperaba frente al McDonals. Inmediatamente se dieron las manos y cambiaron de dirección. Se dirigieron a Barranco. Allí se encerraron en la habitación de Gustavo y armaron la mesa.
- Aquí está -dijo Gabriel, desenvolviendo una pelotita de papel higiénico que en seguida se volvió una bolita de jebe. Adentro había cocaína de las más pura calidad.
- Es menos cantidad que la última vez -dijo Gustavo.
- Porongo dice que es de mejor calidad.
- Cómo que dice, ¿no la probaste?
- Preferí no hacerlo, de todos modos podría usar muestras falsas.
Gustavo se angustió. Cortó un extremo de aquella bolsita y vació la cocaína encima de la mesa. Era una roca sólida, blanca, absolutamente brillante. Con una cucharita Gustavo empezó a golpearla. Luego lo vertió todo en un platito y le pidió a Gabriel que trajera la coladera.
- La última vez que tomé jugo de naranja en tu casa -dijo Gabriel- se me adormeció la boca...
Ambos rieron. Pasaron la cocaína por la coladera. En seguida un montón de piedritas más pequeñas se formaron. Gustavo empezó a deshacerlas. Gabriel cortaba el papel manteca en pequeños rectángulos.
Alguien llamó a la puerta de la habitación. Gustavo y Gabriel se angustiaron. Gustavo metió la cucharita en su boca (de inmediato sintió la elevación del cuerpo y la euforia que sólo te dan los primeros instantes de cocaína) y guardó el platito y la droga en una bolsa negra, debajo de la cama. Gabriel metió el papel manteca en un cajón. Limpiaron la mesa de residuos de polvo blanco y abrieron.
Gustavo y Gabriel se miraron confundidos. No supieron qué decir. En seguida el celular de Gustavo empezó a sonar.
- ¿Quién es?
- Roberto.
- ¿Qué Roberto?
- Droguerto pues.
- Ah. Ya. Habla, huevón.
- ¿Cómo están?
- Aquí pues...
- ¿Tienen una purita?
- De la mejor, huevón, como siempre.
A Gustavo se le olvidó bajar el tono de su voz. Gabriel lo notó y por eso miró el piso confundido. Extrañó con certeza la paz de épocas anteriores. Deseó con todas sus fuerzas retroceder el tiempo y huir de ese círculo vicioso que lo mantenía atado a todo, sensaciones inmateriales sujetas a sustancias materiales. Decidió, entonces, ser budista Zen...
- A ver... déjame apuntar. -Gustavo buscó rápido con ambas manos un papel y un lápiz. Gabriel se los alcanzó con certeza. Gustavo logró apuntar entonces un número, un edificio en la Residencial San Felipe y un departamento.
Luego Gabriel escuchó que Gustavo decía cosas como:
- ¿Ketamina?... Microondas... Una Taurus calibre 9... cocaína...

Se encontraron cerca a la Residencial San Felipe. Allí, el tipo, Droguerto, escuchó toda la historia. Gustavo estaba sudado y deprimido.
- ¿O sea que los atrapó in fraganti? -preguntó el tipo.
- Más o menos -dijo Gabriel, mientras daba pasos inseguros por la calle.
Había salido el sol. Los automóviles brillaban y en Jesús María, la Residencial San Felipe se erguía como una construcción sobrenatural, hecha de pedazos de concreto y árboles verdes que durante el invierno oscurecían todo el panorama.
Por lo demás, la gente alrededor conversaba, y mientras seguían de pié avanzaban cautelosamente, algunos llevaban cochecitos de bebé y otros jugaban pelota.
- Lo que pasa es que la escena era muy obvia -dijo Gustavo-, mi viejo no es ningún huevón.
Gustavo caminó entre aquella gente. Los edificios auguraban buena suerte en el negocio. Cuando llegaron al edificio indicado, Droguerto los hizo subir por un ascensor:
- A ver, enséñenme los falsos.
Gustavo sacó de su bolsillo dos papelitos. El ascensor era estrecho. Pronto llegaron al piso número seis.
- Saben lo que vamos a hacer, ¿no?
- ¿Preparar Ketamina?
- Más o menos.
Llegaron. La puerta estaba cerrada y Droguerto tocó. Apenas lo hizo, una cabeza huesuda y sin mejillas los hizo pasar a la sala. Juan Carlos, “el Yonqui”, estaba tumbado en un sillón sin respaldar, o sea que estaba echado en aquella cosa y su cabeza colgada de uno de los extremos. Junto a él, estaba una chica a la que Gustavo reconoció de las Torres de Limatambo. Era una chica fea, pero entonces llevaba un vestido algo hindú hasta las piernas, zapatillas All Star rojas como Gabriel, y una nariz prominente. Un pelo ondulado y frondoso que la hacía verse extrañamente bien aquel diciembre.
Sin embargo, la navidad estaba cerca y el sol atravesaba las ventanas de aquel departamento, y en la mesa del comedor se reflejaba la luminosidad del crepúsculo que había empezado a caer.
El dueño del departamento, un tipo que casi no pronunció palabra, se limitó a mostrarnos los pomos de Ketalar.
- ¿Y con esto qué se hace?
- Depende.
La chica, Lili, desenfundó las jeringas. Juan Carlos, “el Yonqui”, siguió tumbado en el sillón. Droguerto encendió un televisor en la cocina y vertió el contenido en un pomo en un platito verde. En seguida lo metió todo en el microondas y la imagen del televisor se deformó.
- ¿Qué haces?
- Preparo Ketamina.
- ¿Y qué vas a hacer con eso?
- Lo voy a jalar.
- ¿Y la coca?
- Lo mezclo, pues. Y después me lo jalo.
- Ahhh -Gabriel asintió.
Lili procedió a probar la cocaína encima de la mesa. El sol (o la luminosidad solar, proveniente de aquella ventana) seguía siendo reflejada por el brillo de la mesa, color barniz. En seguida Lili clavó las jeringas en los pomos y absorbió con rapidez. Luego se acercó donde el tipo del departamento y Juan Carlos, “el Yonqui”, quienes se encontraban tumbados en sendos sillones amarillos.
Gustavo contempló la escena conmovido. La existencia de una realidad completamente ajena a él lo interesó. Lo tranquilizó. Lo hizo caer en la cuenta de que su vida y su desgracia no interesaban en lo más mínimo. Lili procedió a inyectarle la droga a los dos tipos. Alrededor: el techo, los cuadros, aquel mueble con vasos y platos y cubiertos y un espejo, reflejaban desconcertados las caras y los cuerpos de estos seres alucinantes. Testigos indirectos de una realidad apática.
Droguerto y Gabriel trajeron la Ketamina. Rasparon la superficie del platito verde y el polvo cayó sobre un papel. Droguerto inhaló. En seguida se enderezó y quedó mirando el techo. La lámparas. Los cuadros paisajistas y, finalmente, la ventana, que contrastaba con todo lo que sucedía en el departamento.
Gustavo se puso de pié. Evitó que mezclaran la Ketamina con la coca. Dijo que él necesitaba inhalar y ambos, Droguerto y Gabriel, lo persuadieron.
- ¿No estabas triste por lo que había pasado con tu viejo?
Gustavo negó con la cabeza.
- Yo nunca estoy triste, huevón.
Droguerto y Gabriel se rieron.
- Mira, si vas a jalar, será lo que nosotros jalemos.
Juan Carlos, “el Yonqui”, tenía problemas con la jeringa hundida en su piel. Lamentó, como pocas veces he visto lamentarse a alguien, la extraña situación. Y las ventanas empañadas en bilis.
Experimentó una especie de fobia a la jeringa hipodérmica. No quería que Lili le inyectase. Pero estaba tan drogado que era imposible para él hacerlo sólo. Al final Lili le dijo que se quedara quieto, que no tensara tanto los músculos. Finalmente, como era previsible, le inyectó.

Llegaron a la casa de Gustavo por la madrugada. Ambos, Gustavo y Gabriel, bajaron del taxi y corrieron, corrieron, corrieron. El taxista se quedó mudo unos instantes e inició una persecución estúpida. Les siguió el rastro cerca de cinco cuadras hasta que ambos se perdieron calle abajo, en una zona oscura de Barranco, donde algunos otros drogadictos, o prostitutas eventuales, batían los brazos en son de paz, bailando una música inaudible para los demás mortales.
Aquellos dos individuos (Gustavo y Gabriel) hacían un esfuerzo sobrehumano mientras corrían como nunca antes habían corrido en su vida. Pasaban de cuadra en cuadra, de poste amarillo en poste amarillo (debido a la luz amarilla de los postes de luz por la noche). El taxista, que los buscó una hora más, fumaba cigarrillos baratos y escuchaba por AM un programa llamado “La máquina del tiempo”. Muy pronto lamentó haberlos subido a su taxi, y lamentó haber aguantado aquel olor a marihuana hasta llegar a Barranco. Faltaban unas dos horas para que se hiciese de día.
Gustavo y Gabriel rieron. Se rieron, y esto los hizo disminuir de una vez por todas la velocidad, frenar por completo su huída. En seguida tosieron. El dolor de los pulmones no los perdonó. Ni el dolor en todo su cuerpo. Los faros de un carro iluminaron con una luz blanca la escena, y eso los obligó a correr una vez más.
Cuando llegaron a la casa de Gustavo, ambos se echaron a dormir. El alcohol y las drogas de la tarde no hicieron mella en Gabriel, que escurrió sus dedos hasta la entrepierna de Gustavo y de ahí palpó una cosa flácida. De inmediato inició una búsqueda ya conocida por todos nosotros hacia el interior de la ridícula pijama que usaba Gustavo (un pantalón buzo negro y un polo que rezaba “Yo voy al Juanito, y ¿tú?” con letritas amarillas, verdes y rojas) mientras esta cosa se endurecía y Gustavo decía:
- Gabriel, Gabriel, ¿qué estás haciendo?
Y Gabriel no decía nada, se dignaba a seguir tocando esa cosa como si fuera algo muy normal, mientras se erguía, y entre sus piernas otra cosa se endurecía de nuevo y esto era algo que Gustavo ya no podía soportar más. Se levantó de la cama y se fue.
- Puta madre, Gabriel.
Y en seguida.
- Escúchame mierda.
El alcohol y aquella mezcla hizo que las palabras de aquel chico resultaran indescifrables.
Luego pensó en todo. En su vida. En lo que había pasado desde que tenía uso de razón (o desde que tiene aquel recuerdo de estar encima de la alfombra contando los años con los dedos: tres) o en todo lo que le ha pasado en estos últimos años. Recordar que alguna vez tuvo una vida perfecta. No una Taurus calibre 9 entre sus manos. Ni un espejo en frente suyo donde mirarse por última vez la cara.
La escena no es bonita, ni es impactante. Es un chico ojeroso, con la cabeza llena de drogas y una pistola en la sien. En un baño color lúcuma que se desintegra a su paso, y un sol (o un cielo pálido, nunca lo llegó a saber del todo) y una luminosidad en cada loseta, cada reflejo, cada centímetro de su cuerpo. No pensó en su madre. No pensó en nadie. Ni siquiera pensó en sí mismo (ni en su novela, no pensó en nada). Simplemente se limitó a jalar de aquel gatillo, a ver qué pasaba.
La escena era previsible. Un sonido que despertó a todos. Un cadáver lleno de sangre en el baño y un montón de materia gris sobre las losetas, en la pared y el techo. La tina llena de sangre marrón, un chico al parecer muy afeminado, gritando como una loca y llorando sobre un sujeto que ya no tiene rostro, y que es algo completamente distinto a lo que era un segundo antes de haberse matado.

Gabriel sintió la euforia. Caminó de pared a pared. Recordó una imagen antigua. Su madre y su hermano tomándolo de la cintura y acompañándolo a una habitación verde, sin iluminación, con el cuadro de una virgen colgado casi a la altura del techo. Era un recuerdo lejano, quizá la imagen de un cuadro que había visto cuando era niño, o en el mejor de los casos un recuerdo sin fundamentos producto de una vida pasada. De cualquier forma, Gabriel se encontraba ahora en ése mismo escenario, solo que con una televisión de 20 pulgadas y un montón de humo denso en el ambiente. No era una vida sana. Era el paradigma de su desgracia. Era la soledad de su vida, y de su mierda, y de su droga. Era, sin duda alguna, la vida que había forjado Gabriel.
“Yo tenía un problema en la clavícula, tenían que operarme...” lo que le gustaba de aquel programa evangelista era el estilo de vida que proponían. Un montón de gente fracasada llamaba por la madrugada a contar problemas personales. A hablar de una fe que los salvó de aquella desgracia, aunque la expresión de sus rostros no haya cambiado en lo absoluto.
- LOS INVITO A LA IGLESIA REDENTORA DEL SENIOR... -las imágenes no dejan de pasar por el televisor de Gabriel. El pastor está a punto de sanar a una mujer gorda que llora sobre su vestido azul oscuro. Todos en el templo empiezan a levantar los brazos y a gritar ¡FUERA SATANÁS!... En seguida el pastor toma la cabeza de la mujer y ella empieza a convulsionar.
- ESTE ES EL MILAGRO DE LA VIDA... -el pastor evangélico, de labios gruesos y pelo engominado hacia atrás, lee un pasaje de la Biblia.
Todos en el templo empiezan a aplaudir. Gabriel asiente y bebe un sorbo más. El licor empieza a salir en forma de átomos por los poros del anestesiado. En este punto, todo empieza a dar vueltas en la cabeza de Gabriel. Sólo escucha la voz del falso profeta brasilero, de iglesia evangelista radical, que bendice las medias sucias de sus seguidores porque en la Biblia dice que el demonio se te mete por los pies. Con todos los estimulantes encima, Gabriel empieza a sentir el dolor de su alma. El vacío y el nudo que se le forma en la garganta cada vez que tiene que recordar.
Estos son los diez síntomas de la posesión maligna o el maleficio:
DOLORES DE CABEZA: Se ve a un tipo en la pantalla del televisor con terribles dolores de cabeza. Ambas manos a la altura del cráneo. Por la expresión que tiene, el tipo está a punto de reventar.
MIEDO: Una chica no se atreve a salir de su casa. Mira por la ventana. En seguida, asustada por algo, la chica se aparta de la ventana y desaparece en el interior de su casa.
IMSOMNIO: Una mujer vieja y gorda está tirada en su cama con una pijama ridícula. Mira su reloj despertador y lo deja a un lado. Intenta dormir otra vez.
VOCES: Una chica de edad madura baja por las escaleras confundida, atemorizada. Mira a ambos lados como si alguien la estuviera llamando.
DEPRESIÓN: Una mujer camina por un parque meditabunda. Mira el cielo gris de Lima y en seguida sigue caminando. Alrededor suyo, las casas y los árboles lucen espectrales.
VICIOS: Una vieja bebe cerveza en el bar. Un tipo gordo y con terno prueba cocaína con un dedo en la esquina de una calle desierta en Breña. Es de noche.
IRA: Un chico aprieta ambas manos. Se concentra en eso y poco a poco se va poniendo rojo. Hay una vena en su sien que late y late.
MASTURBACION: Un niño entra al baño con una revista pornográfica. Se baja los pantalones y empieza a moverse de forma obscena. A la par, una chica acostada en su cama no deja de moverse rítmicamente ocultado su rostro contra la almohada.
FRACASO: Un joven recoge sus cosas de un edificio burocrático. Un desempleado de edad indeterminada vaga por las calles del Centro. La imagen va acompañada con una pregunta del locutor: ¿en todo lo que se propone fracasa?
IDEAS DE SUICIDIO: Un chico decide cortarse las venas. Una chica prepara un cóctel suicida con veneno para ratas.
Han pasado un par de horas. Gabriel vuelve en sí (o el inconsciente de Gabriel) y ambos pueden ponerse de pie y deambular. La botella de ron sigue a la mitad y Gabriel tiene un par de horas más hasta que se haga de día. Por el televisor, la maratón por el ayuno de 125 horas de los fanáticos evangelistas va en su hora número treinta. Las caras y las expresiones de los voluntarios en el templo es bastante variada. Algunos muestran sonrisas que colindan con la desesperación, pero la mayoría se mantienen sobrios.
Gabriel se dedica a seguir bebiendo por lo que queda de la noche. Finalmente, en un acto muy espontáneo de grandeza, Gabriel se levanta de la cama donde se había sentado, haciendo un sonido parecido al de los resortes oxidados del colchón, y abre la ventana. Escupe. Entonces Gabriel decide hacerlo. Es un sexto piso, aproximadamente. No es una muerte segura, pero ésta es otra sensación intensa que vale, según él, la pena experimentar alguna vez. En seguida siente la euforia. La desazón de toda una vida. La arrogancia del que sabe, del que tiene algún tipo de conocimiento especial. Eso quiere Gabriel más que nada. Pero antes: un sorbo, una aspirada más. Para contrarrestar los efectos de la caída, y hacer más entretenido el viaje.

martes, junio 07, 2005

Cyan Uroh

- Estás atrapado en Fahrenheit 451 (¿?) ¿qué libro te gustaría ser?

Cualquiera de Bret Easton Ellis...

- ¿Alguna vez te enamoraste de algún personaje de ficción?

Sí. Muchos. De Lauren en "Las leyes de la atracción". Mmmm... No recuerdo muchos ahora, pero me gustaría enamorarme de algún personaje de ficción mío.

- ¿El último libro que compraste fue?

Ahhh... no compro muchos libros, la verdad. La mayoría de libros me los prestan amigos. Pero creo que hace tiempo me compré "Amuleto"
de Bolaño (¿o fue "Estrella distante"?). ¡Ah! Y me compré en Semana Santa un asqueroso poemario: "Texticulos"... hasta las huevas...

- ¿El último libro que leiste fue?

"El vuelo de la reina" de Tomás Eloy Martínez. Altamente recomendable.

- ¿Qué estás leyendo actualmente?

Termino de leer "La peste" de Camus.

- Cinco libros que llevarías a una isla desierta.

Pregunta difícil. Me llevaría:

Todos los de Easton Ellis, que son cinco. Pero si tuviera que elegir uno eligiría dos: "Las leyes de la atracción" y "Glamourama"

"Los detectives salvajes" de Roberto Bolaño.

"En el camino" de Jack Kerouac, por amor a la contracultura.

"América" de James Ellroy.

Y un poemario extra: "Aullido" de Allen Ginsberg.

- ¿A quién le pasas el bastón y por qué?

A nadie porque no tengo amigos :(

(Respondí el cuestionario que me pasó Cyan Uroh, http://www.invazores.org/medication/, altamente recomendable)